Hace unos días, una declaración encendió uno de los debates más inesperados sobre la gastronomía mexicana. Un chef extranjero aseguró que “México no tiene cultura del pan”, una frase que contrastó de inmediato con una iniciativa local que busca reconocer al bolillo como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Ciudad de México.
Se trata de una de las piezas más presentes en la vida cotidiana de la capital: el pan que sostiene tortas, acompaña desayunos, calma el susto y se adapta, sin pedir permiso, a lo dulce y a lo salado. Crujiente por fuera, suave por dentro y profundamente arraigado en la memoria colectiva.
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En medio de este contexto surgió una propuesta para declarar al bolillo como Patrimonio Gastronómico Vivo de la CDMX, y, para entender su peso simbólico, basta revisar su definición: el Diccionario gastronómico Larousse lo describe como un “pan salado de trigo, de forma similar a un rombo, con una hendidura en el centro, crujiente por fuera y suave y esponjoso por dentro”, una de las formas más comunes del pan de sal en México.
La iniciativa es impulsada por el doctor Alberto Peralta de Legarreta, investigador del Centro de Investigación y Competitividad Turística (CICOTUR) de la Universidad Anáhuac México, quien junto con su equipo desarrolló una investigación que documenta la relevancia histórica, social y simbólica del bolillo en la vida de la ciudad.
De acuerdo con el planteamiento, el bolillo no es solo un alimento cotidiano, sino un símbolo de identidad urbana. Está presente en mercados, desayunos familiares, torterías y celebraciones informales, acompañando a generaciones de habitantes y consolidándose como un elemento fundamental de la gastronomía capitalina.
El reconocimiento patrimonial no busca únicamente una declaratoria formal, sino proteger el oficio de los panaderos, preservar saberes artesanales y visibilizar una tradición que ha permanecido viva en la vida diaria de millones de personas, ya sea para “aliviar el susto” o como la guarnición infaltable de cualquier comida.
