Cada año, más de 30,000 niños son abandonados en México, según cifras del INEGI y la Red por los Derechos de la Infancia (REDIM).
Para ellos, el inicio de la vida está marcado no por caricias o cuentos de cuna, sino por la soledad y la incertidumbre. Muchos pasan su infancia en instituciones, enfrentando carencias afectivas profundas y luchando contra la estadística que predice futuros complicados.
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Sin embargo, algunos pocos desafían el destino con una fuerza fuera de lo común, este es el caso de Lucas Pérez, futbolista español que conoce mejor que nadie el significado del abandono. Fue dejado por sus padres biológicos cuando era apenas un bebé en un centro de acogida conocido como “Casa Cuna”.
Afortunadamente, sus abuelos paternos, al enterarse, acudieron en su rescate y le dieron una nueva oportunidad de crecer en un hogar lleno de amor.
Con una infancia difícil a cuestas, Lucas encontró en el fútbol su refugio, su escape, su motor. Su talento lo llevó desde clubes modestos hasta equipos de élite en Europa, incluyendo el Arsenal de Inglaterra, donde vivió una de las etapas más brillantes de su carrera.
Pero la herida del abandono nunca desapareció del todo. Con la fama y el éxito, sus padres biológicos, aquellos que en su momento renunciaron a él, reaparecieron no con afecto, sino con exigencias económicas.
A través de burofaxes y demandas, le solicitaron manutención vitalicia, provocando un dolor que ni las medallas ni los goles pudieron amortiguar.
La presión familiar, lejos de menguar, terminó afectando su entorno profesional: Lucas se vio obligado a abandonar su querido Deportivo La Coruña, buscando refugio en el PSV Eindhoven de los Países Bajos, donde intenta reconstruir no solo su carrera, sino también su paz interior.
Lucas Pérez es la prueba viva de que, aunque las cicatrices de la infancia pueden acompañarnos toda la vida, también pueden convertirse en el combustible para alcanzar alturas que muchos creían imposibles.