Al abandonar Islandia, el crucero navegó dos días completos en altamar, rumbo a Groenlandia. El itinerario había sido cumplido rigurosamente, pero al amanecer del noveno día, la voz del capitán se escuchó en los altoparlantes informando que la noche anterior el barco había sido desviado por la proximidad de un Iceberg de mediana dimensión. Por tal motivo, la llegada a Paamiut (o Frederikshab) sería más tarde de lo establecido.
Hacemos un paréntesis para comentar que el nombre de Frederikshab, tiene su origen en la dependencia de Groenlandia con Dinamarca. Hasta 1957 Groenlandia fue colonia danesa para convertirse en una de sus provincias con cierta autonomía, pues Dinamarca maneja la política exterior, la defensa y la moneda.
Los reyes daneses a sus príncipes varones los llaman de esta forma: Federico a su heredero lo llama Cristian y Cristian al suyo, Federico, así sucesivamente hasta la actualidad. La tradición únicamente fue modificada por la entonces princesa Margarita, quien reinó 52 años y en 2024 abdicó en favor de su hijo, el actual rey Federico X, cuyo hijo, de 19 años, se llama Cristian.
Los más imponentes paisajes de todo el viaje se fueron presentando conforme la navegación avanzó hacia el círculo polar. Desde el balcón de nuestro camarote, nuestra mirada anticipaba el plateado océano, los témpanos de hielo flotando hasta convertirse en una sola franja congelada que permitía emerger ante nuestros ojos los glaciares y las montañas bañadas de nieve.
En esos momentos, la memoria trabaja archivando escenas para recordar la cantidad de bloques de hielo valseando entre pequeñas olas y abriendo paso a tantos icebergs menores con sus caprichosas formas escultóricas.
Cuando atracamos en Nuuk, ciudad capital, la temperatura estaba a cero grados centígrados. Ese día decidí bajar del barco porque me sentí obligada a poner los pies es tan remoto e impactante hemisferio.
Guardadas todas las precauciones para evadir un resfriado, a punto de ser confundida con una esquimal o una musulmana por mi cargada vestimenta, caminé por el muelle y algunas calles, desafiando un frío seco, delicioso, casi hospitalario.
Paisaje desolado de no ser por algunas casas rojas de techo blanco, el comercio y las tiendecitas de suvenires, donde el autobús nos dejó. Pudimos caminar tranquilamente mi esposo, Juanleo y yo, y observar a los propios del lugar, cuya fisonomía corresponde más a la raza inuit que a la vikinga o danesa.
El regreso a Reykjavik, el décimo día, fue directo. Otros dos días en altamar. Nuestro adiós se fue derritiendo a tiempo lento, conforme fueron desapareciendo los glaciares, los icebergs, el hielo, la nieve, las aves, el agua, de ese polo tan distante del hombre y tan cerca de las magnificencias de Dios.
El último día en la capital islandesa fue para descanso de los mayores y al día siguiente volamos a Nueva Jersey, donde estuvimos dos días para adaptarnos a un clima diferente. Nuestro paladar trasladó el recuerdo de los manjares del mar, las pastas y los delicados vinos, a las hamburguesas norteamericanas y la cerveza nacional.
Después de unos días en Dallas, regresamos a Mérida sanos y salvos después de aventurarnos, a estas alturas de la vida, a un viaje que si bien ha sido inolvidable, no dejó de ser riesgoso. El calor nos recibió, pero ya por fin dormimos en casa donde terminé de leer el libro de Pamuk, que me conmovió hasta las lágrimas, irremediablemente, por tercera vez.