En la Monterrey–Laredo hay un milagro económico digno de estudio: el único negocio donde cobras más cuando das menos. Se llama concesión carretera. El sábado, otra vez, 20 kilómetros de fila desde la caseta Monterrey–Sabinas, ese altar del abuso donde el automovilista paga por derecho a sufrir.
Los concesionarios carreteros han perfeccionado el arte del atraco con recibo oficial. Prometen “autopista de cuota”, entregan embudos, choques diarios y horas muertas. El usuario pone el dinero; aquellos, la desgracia. Es un intercambio desigual pero constante, protegido por contratos blindados, y sin multa de por medio.
Porque no nos engañemos: si la libre está hecha pedazos y la de cuota también, ¿para qué diablos sirve el modelo de concesión? ¿Dónde está el mantenimiento que se cobra religiosamente? ¿Dónde la modernización que venden en sus folletos? Lo único que fluye es la caja registradora.
Mientras tanto, la vida en la carretera se mide en tragedias diarias: lunes, cierre total; martes, chofer dormido; miércoles, tráiler volcado. Y el concesionario… feliz. Mientras los automovilistas sigan deteniéndose a pagar, aunque sea para no moverse.
La Monterrey–Laredo es hoy la prueba de que el peaje en México no compra seguridad ni velocidad, sino frustración y peligro. Es un negocio redondo, sí, pero solo para los dueños de la concesión. Para los ciudadanos, es pagar por adelantado la ruleta rusa.
El verdadero accidente no está en el kilómetro 146 o 148. El verdadero accidente es haber entregado carreteras nacionales a empresas que entienden la movilidad como un cajero automático.
¿Usted qué opina?