El 14 por ciento de la población total de país es de personas mayores de los 60 años. Eso significan que son 17 millones 958 mil 707, y, desde hace años, se ha instituido el Día del Anciano como el 28 de agosto.
Es importante señalar como ha habido campañas del gobierno para favorecer al anciano que van, desde tarjetas de descuento, rebajas en servicios municipales y hasta ayuda económica directa que se recibe cada dos meses, lugares preferentes en los servicios públicos y estacionamientos… son algunas de las iniciativas que, aunque importantes, no han sido suficientes, ya que solamente ayudan en el aspecto económico y no en el moral.
En el Catecismo de la Iglesia Católica, podemos leer: “Cuando se hacen mayores, los hijos deben seguir respetando a sus padres. Deben prevenir sus deseos, solicitar dócilmente sus consejos y aceptar sus amonestaciones justificadas”. La obediencia a los padres cesa con la emancipación de los hijos, pero no el respeto que les es debido, el cual permanece para siempre. Éste, en efecto, tiene su raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu Santo.
El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud” (2022 y 2023)
El año pasado, en su mensaje a los ancianos, el Papa Francisco escribió: “Si lo pensamos bien, esta acusación dirigida a los mayores de ‘robar el futuro a los jóvenes’ está muy presente hoy en todas partes. Esta también se encuentra, bajo otras formas, en las sociedades más avanzadas y modernas. Por ejemplo, hoy en día está muy extendida la creencia de que los ancianos hacen pesar sobre los jóvenes el costo de la asistencia que ellos requieren, y de esta manera quitan recursos al desarrollo del país y, por ende, a los jóvenes. Se trata de una percepción distorsionada de la realidad. Es como si la supervivencia de los ancianos pusiera en peligro la de los jóvenes. Como si para favorecer a los jóvenes fuera necesario descuidar a los ancianos o, incluso, eliminarlos. La contraposición entre las generaciones es un engaño y un fruto envenenado de la cultura de la confrontación. Poner a los jóvenes en contra de los ancianos es una manipulación inaceptable; ‘está en juego la unidad de las edades de la vida, es decir, el real punto de referencia para la comprensión y el aprecio de la vida humana en su totalidad’.
El salmo citado anteriormente —en el que se suplica no ser abandonados en la vejez— habla de una conspiración que ciñe la vida de los ancianos. Parecen palabras excesivas, pero comprensibles si se considera que la soledad y el descarte de los mayores no son casuales ni inevitables, son más bien fruto de decisiones —políticas, económicas, sociales y personales— que no reconocen la dignidad infinita de toda persona ‘más allá de toda circunstancia y en cualquier estado o situación en que se encuentre’. Esto sucede cuando se pierde el valor de cada uno y las personas se convierten en una mera carga onerosa, en algunos casos demasiado elevada. Lo peor es que, a menudo, los mismos ancianos terminan por someterse a esta mentalidad y llegan a considerarse como un peso, deseando ser los primeros en hacerse a un lado.
“Por otra parte, hoy son muchas las mujeres y los hombres que buscan la propia realización personal llevando una existencia lo más autónoma y desligada de los demás que sea posible. Las pertenencias comunes están en crisis y se afirman las individualidades; el pasaje del ‘nosotros’ al ‘yo’ se muestra como uno de los signos más evidentes de nuestro tiempo. La familia, que es la primera y la más radical oposición a la idea de que podemos salvarnos solos, es una de las víctimas de esta cultura individualista. Pero cuando se envejece, a medida que las fuerzas disminuyen, el espejismo del individualismo, la ilusión de no necesitar a nadie y de poder vivir sin vínculos se revela tal cual es: uno se encuentra en cambio teniendo necesidad de todo, pero ya solo, sin ninguna ayuda, sin tener a alguien con quien poder contar. Es un triste descubrimiento que muchos hacen cuando ya es demasiado tarde.
“La soledad y el descarte se han vuelto elementos recurrentes en el contexto en el que estamos inmersos. Estos tienen múltiples raíces: en algunos casos son el fruto de una exclusión programada, una especie de triste ‘complot social’; en otros casos se trata lamentablemente de una decisión propia. Otras veces también se los sufre fingiendo que se trate de una elección autónoma. Estamos perdiendo cada vez más ‘el sabor de la fraternidad’ e incluso nos cuesta imaginar algo diferente.
En esta IV Jornada Mundial dedicada a ellos, no dejemos de mostrar nuestra ternura a los abuelos y a los mayores de nuestras familias, visitemos a los que están desanimados o que ya no esperan que un futuro distinto sea posible. A la actitud egoísta que lleva al descarte y a la soledad contrapongamos el corazón abierto y el rostro alegre de quien tiene la valentía de decir “¡no te abandonaré!” y de emprender un camino diferente.
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