Jamás se me hubieran ocurrido Islandia y Groenlandia como destino de viaje. Sin embargo, por cuestiones internas en una agencia turística, el crucero a Alaska que nuestros hijos Juanleo y Brooke habían organizado con tanto esmero para obsequiarnos, fue cancelado y suplido por el del Ártico.
A mi esposo le entusiasmó la idea desde el primer instante. Yo no soy fan de los cruceros, y la agresividad del clima me preocupó por la frágil condición de mis bronquios. Heme ahí con la neumóloga haciendo estudios previos, y llevando un arsenal de medicamentos y broncoaspiradores, por si acaso.
Antes de emprender la salida, recibí una amable asesoría en el estudio del artista Jaime Barrera, quien, a partir de lo que su sensibilidad detectó en un viaje a Islandia, montó una exposición muy exitosa con paisajes inéditos a nuestra vista. Me enseñó fotos, videos, y narró las experiencias de aquella expedición con su esposa e hijos.
Para mí, el concepto de un viaje ideal es en ciudades donde puedan visitarse museos, teatros, bibliotecas y muy buenos restaurantes. Un segundo lugar ocupan los sitios turísticos, y en último término, el campo y la playa. Para nada un viaje en barco, que imaginaba una especie de claustro, aunque algo hay de ello.
Así que llevé conmigo El Museo de la Inocencia, de Orhan Pamuk, para leer por tercera vez, después de siete años. No lo abrí sino hasta subir al barco. Antes no hubo tiempo, porque pasamos unos días haciendo compras en Dallas, donde radican Juanleo y Brooke con mis nietos León y Abby.
De Dallas volamos a Chicago, donde tuvimos una estancia de tres horas en el aeropuerto, por cierto muy sucio, con pasillos angostos para sortear el gentío, mal servicio público, etc. De ahí conectamosa la capital de Islandia, en seis horas de vuelo.
Del aeropuerto a Reykjavik es un camino largo, en el que abruptamente uno se sitúa ante una desolación tremenda. Conforme avanzaba la furgoneta, la mirada alcanzaba líneas distantes como trazos de pintura abstracta en colores ocres. Y en la cercanía, una negra extensión de piedra volcánica pulverizada sobre la que reposaba un manto de musgo verde. Mientras contemplaba aquella ausencia boscosa, fue imperativo recordar el verso de León Felipe que tanto le gustaba a mi cuate Fernando Muñoz: “La tierra es toda llanura… llanura, sólo llanura. Y en la llanura, ni un árbol”.
Reykjavik es de una belleza inesperada, por su arquitectura y su detallada pulcritud en todo sentido. Lugar pequeño (139 mil habitantes) con industria del acero, el aluminio y el turismo, se puede conocer en dos días, excepto que se quieran llevar a cabo excursiones terrestres en las afueras, sobre todo para los aficionados al senderismo, las caminatas, la fotografía, pues revela insólitos paisajes donde alternan géiseres, manantiales, montañas, glaciares, sol y aire helado.
Preferimos dedicarnos a la ciudad, una ciudad donde no existe el plástico ni en bolsas, ni en botellas, ni en nada, donde las calles son limpísimas y con ausencia de cables aéreos a la vista, la vialidad es estupenda, la civilidad, admirable; ni siquiera hay servicios de seguridad pública, pues todo se resuelve con educación y buenas maneras entre los ciudadanos, y donde, además, ¡se come excelente! (gracias a la recomendación de Jaime concurrimos a un lugar de primerísima en pescados, vinos, postres, atención y elegancia).
No nos cupo duda del elevado nivel cívico de su sociedad. Estrechamente vinculad con los países nórdicos, observamos que la fisonomía de sus pobladores tiene poca conexión con la idea concebida acerca de los vikingos, y se asemeja más a la de los daneses y suecos. Caminando sobre sus lustrosos adoquines, en todo momento creíamos ver al actor Max von Sydow o al poeta Lasse Sôderberg.
Algo de lo más bello es la iglesia luterana (conocida como La Catedral, aunque no lo es) precisamente por su austeridad en el diseño de columnas que sugieren un derrame de lava basáltica. Debido a su altura de 74.5 metros, la cúspide se advierte por todos lados, y sus dulces campanadas se escuchan a cada cuarto de hora. Lleva por nombre Hallgrímskirkja, en honor al poeta Hallgrímur Pétursson. En el malecón, aparte del paisaje, el atractivo es una escultura abstracta de acero que simboliza una embarcación vikinga.
En la mitología nórdica,al desembarcar después de una hazaña, y para poder encontrarse con su padre(el dios supremo Odin), Thor, dios del trueno y de la protección, atraviesa un puente de cristal con forma y colores del arcoíris que lo conduce hacia Asgaard, supuesto espacio donde ahora está situada La Catedral. En los días actuales, uniendo leyenda y cultura, una calle traza aquellas distancias y tiene pintados los mismos siete colores, pero en apoyo a la comunidad LGTB.
(Continuará)