Llega el final del ciclo escolar, y con él, uno de los momentos más esperados y temidos por
alumnos y padres: la entrega de calificaciones. Esa hoja que, muchas veces, se convierte en juez de todo un año de esfuerzos, caídas, logros y aprendizajes. Y, sin embargo, yo me sigo preguntando: ¿realmente un número define lo que un estudiante vale?
He visto rostros apagados, miradas llenas de ansiedad, silencios que duelen más que cualquier palabra. Niños y jóvenes que reciben su boleta sintiendo que no son suficientes, que han fallado, que decepcionaron a alguien. ¿Qué tan justo es eso?
Como maestra y directora, sé que las calificaciones no se resumen en un solo examen ni en una hoja al final del ciclo. La evaluación es un proceso continuo, diario, formativo y sumativo. Observamos a nuestros alumnos todos los días: su participación, su esfuerzo, sus habilidades, su crecimiento personal. Evaluamos no solo conocimientos, sino actitudes, habilidades sociales, capacidad de resolver problemas, creatividad, responsabilidad. Todo eso cuenta, aunque no siempre se vea reflejado en un número.
Pienso, por ejemplo, en ese estudiante que batalla para escribir porque tiene una condición neurológica, pero que jamás falta a clase, que pregunta, que se esfuerza. Sus palabras no siempre son claras, pero sus ganas sí lo son. O aquella alumna que en el primer trimestre no entregó casi nada porque enfrentaba una situación familiar muy complicada, pero que poco a poco se fue levantando, con la ayuda de sus maestros, hasta lograr presentar un examen completo. Quizá su promedio no es alto, pero su resiliencia es inmensa.
También recuerdo al adolescente que, aunque no entiende del todo los temas, llega todos los días puntual, toma apuntes con dedicación, y nunca deja de intentar. A veces aprueba con lo mínimo, pero lo hace con lo máximo de su corazón. ¿Acaso eso no cuenta?
La psicopedagoga Laura Lewin lo explica con sensibilidad: “Una nota no mide la inteligencia, mide el resultado de una situación específica, en un momento específico, con herramientas específicas.” Y yo añadiría: tampoco mide la bondad, la nobleza, el esfuerzo silencioso, ni la historia de vida de cada estudiante.
Una invitación con el corazón en la mano:
Padres, cuando reciban la boleta de sus hijos, no se queden en los números. Lean entre líneas. Reconozcan el esfuerzo, aunque no sea evidente, abracen más y juzguen menos. Pregunten: ¿cómo te sentiste este ciclo?, ¿qué fue lo más difícil?, ¿de qué te sientes orgulloso? Porque esas preguntas, más que una calificación, alimentan el alma.
Maestros, no dejemos que los números silencien las historias. Seamos más que evaluadores, seamos puentes. Acompañemos, comprendamos, y recordemos que muchas veces, los mayores aprendizajes no caben en una boleta. El aula debe ser ese espacio donde el error no es castigo, sino oportunidad, donde el alumno se sienta valorado incluso cuando su calificación no brilla.
Las calificaciones no lo son todo. El talento, la bondad, el esfuerzo, la lucha diaria… eso también educa, también cuenta. Porque educar no es solo enseñar contenidos, es mirar a los ojos a un estudiante y hacerle sentir que su vida vale, que es capaz, que no está solo.
Queridos lectores, los invito a reflexionar sobre este tema. ¿Qué opinan? ¿Qué pesan más: los números en una hoja o el esfuerzo detrás de ellos? ¡Me encantaría escuchar sus opiniones!
Con cariño a mis lectores,
La Maestra Diana Alejandro