COMPARTIENDO OPINIONES

Chatarra

Así también, en la vida, todos tenemos “chatarras”, que son pensamientos, actitudes o comportamientos, a las que estamos apegados de una manera prácticamente obsesiva

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Hace unos días, la Secretaria de Educación Pública, tomando en cuenta las indicaciones de la SSP, prohibió en las escuelas la venta y el consumo de las comidas catalogadas como “chatarra”, por considerar que afectan a la salud de quien las consume, ante los altos índices de obesidad que registran los menores de edad en nuestro país, que son de los más altos del mundo. No es la primera vez que se aplica esta medida, pero, tal parece que ahora sí va en serio.

Obviamente la mejor disciplina se consigue con convicciones, más que con prohibiciones; porque, cuando nuestros impulsos son más fuertes que nuestra inteligencia, siempre se buscarán caminos para romper las reglas establecidas por la sensatez.

Así también, en la vida, todos tenemos “chatarras”, que son pensamientos, actitudes o comportamientos, a las que estamos apegados de una manera prácticamente obsesiva, que convertimos como parte de nuestra vida, a pesar de que el sentido común diga lo contrario.

Mientras estaba hospitalizado, ese fue el mensaje del Papa que se leyó en su nombre el 5 de marzo pasado. Tomémoslo en cuanta ahora que se aproxima la Semana Santa:

“Hagamos memoria. Recibimos las cenizas inclinando la cabeza hacia abajo, como para mirarnos a nosotros mismos, para mirarnos dentro. Las cenizas, en efecto, nos ayudan a hacer memoria de la fragilidad y de la pequeñez de nuestra vida. Somos polvo, del polvo hemos sido creados y al polvo volveremos. Y son tantos los momentos en los que, mirando nuestra vida personal o la realidad que nos rodea, nos damos cuenta de que la existencia del hombre «es tan sólo un soplo, […] se inquieta por cosas fugaces y atesora sin saber para quién.

“Nos lo enseña sobre todo la experiencia de la fragilidad, que experimentamos en nuestros cansancios, en las debilidades que debemos afrontar, en los miedos que nos habitan, en los fracasos que nos queman por dentro, en la caducidad de nuestros sueños, en el constatar qué efímeras son las cosas que poseemos. Hechos de cenizas y de tierra, palpamos la fragilidad en la experiencia de la enfermedad, en la pobreza, en el sufrimiento que a veces irrumpe de manera repentina sobre nosotros y sobre nuestras familias. Y también nos damos cuenta de que somos frágiles cuando nos descubrimos expuestos, en la vida política y social de nuestro tiempo, a ‘polvos en suspensión’ que contaminan el mundo: la rivalidad ideológica, la lógica de la transgresión, el regreso de viejas ideologías que teorizan la exclusión del otro, la explotación de los recursos de la tierra, la violencia en todas sus formas y la guerra entre los pueblos. Todo ello es como npolvo tóxicon que enturbia el aire de nuestro planeta, impidiendo la coexistencia pacífica, mientras crecen en nosotros cada día la incertidumbre y el miedo al futuro.

“Esta condición de fragilidad nos recuerda el drama de la muerte, que en nuestras sociedades de apariencia intentamos exorcizar de muchas maneras e incluso excluir de nuestros lenguajes, pero que se impone como una realidad con la que debemos lidiar, signo de la precariedad y transitoriedad de nuestras vidas.

Así, a pesar de las máscaras que nos ponemos y de los artificios a menudo ingeniosamente creados para distraernos, las cenizas nos recuerdan quiénes somos. Esto nos ayuda. Nos remodela, nos devuelve a la realidad, nos hace más humildes y disponibles los unos para los otros: ninguno de nosotros es Dios, todos estamos en camino.

“Pero la Cuaresma es también una invitación a reavivar en nosotros la esperanza. Si recibimos la ceniza con la cabeza inclinada para volver a la memoria de lo que somos, el tiempo cuaresmal no quiere dejarnos con la cabeza gacha, sino que, al contrario, nos exhorta a levantar la cabeza hacia Aquel que resucita de las profundidades de la muerte, arrastrándonos también a nosotros de las cenizas del pecado y de la muerte a la gloria de la vida eterna.

“Las cenizas nos recuerdan, pues, la esperanza a la que estamos llamados porque Jesús, el Hijo de Dios, se mezcló con el polvo de la tierra, elevándolo hasta el cielo. Y Él descendió a las profundidades del polvo, muriendo por nosotros y reconciliándonos con el Padre. Esta esperanza es la que reaviva las cenizas que somos. Sin esta esperanza, estamos condenados a soportar pasivamente la fragilidad de nuestra condición humana y, sobre todo ante la experiencia de la muerte, nos hundimos en la tristeza y la desolación, acabando por razonar como insensatos: «Breve y triste es nuestra vida, no hay remedio cuando el hombre llega a su fin […] el cuerpo se reducirá a ceniza y el aliento se dispersará como una ráfaga de viento» (Sb 2,1-3). La esperanza de la Pascua hacia la que nos encaminamos, en cambio, nos sostiene en nuestras fragilidades, nos asegura el perdón de Dios y, aun envueltos en las cenizas del pecado, nos abre a la confesión gozosa de la vida: «Yo sé que mi Redentor vive y que él, el último, se alzará sobre el polvo» (Jb 19,25).

“Con la ceniza en la cabeza caminemos hacia la esperanza de la Pascua. Convirtámonos a Dios, volvamos a Él de todo corazón, volvamos a ponerlo en el centro de nuestra vida, para que el recuerdo de lo que somos —frágiles y mortales como cenizas esparcidas por el viento— sea iluminado finalmente por la esperanza del Resucitado. Y orientemos nuestra vida hacia Él, convirtiéndonos en signo de esperanza para el mundo: aprendamos de la limosna a salir de nosotros mismos para compartir las necesidades de los demás y alimentar la esperanza por un mundo más justo; aprendamos de la oración a descubrirnos necesitados de Dios o, aprendamos del ayuno que no vivimos solamente para satisfacer nuestras necesidades, sino que tenemos hambre de amor y de verdad, y sólo el amor de Dios y entre nosotros puede saciarnos de verdad y darnos la esperanza de un futuro mejor”.

Padreleonardo.hotmail.com