APUNTES DESDE MI HOGAR

Pobre Felguérez

Escrito en OPINIÓN el

Pocas ciudades, como la nuestra, gozan del privilegio de albergar en sus calles y edificios obras de autores de renombre mundial. Para inmortalizar a la familia que cruzó el Bravo con el propósito de fundar la villa de Nuevo Laredo, el extraordinario artista costarricense Francisco Zúñiga nos entregó una joya escultórica que durante muchos años pudo ser apreciada en la avenida Tecnológico.

Al ser trasladada a la Plaza Baca Calderón perdió toda distancia de perspectiva para contemplación y admiración estética. Cuando al artista se le solicitó la construcción de la obra, determinó el espacio visual y la impresión de bienvenida al visitante que llegaba de la Carretera Nacional. Fue una función tomada en cuenta al diseñarse el trabajo solicitado.

La obra sigue siendo valiosa por la firma, pero al quedar enclaustrada entre cuatro calles ruidosas y transitadas, dejó de obtener el impacto de percepción que requiere todo tratado de arte, y quedó instalada como un ornato más.

Con Manuel Felguérez sucedió algo parecido. En los años sesenta, siendo presidente municipal el señor Ernesto Ferrara se mandó erigir el edificio conocido como El Palomar, a cargo del arquitecto de fama internacional Manuel Larrosa, quien a su vez, encargó a Manuel Felguérez la creación de La Carretilla, como complemento de un complejo modernista instalado junto la plaza Baca Calderón.

Lamentablemente, con el tiempo, la falta de sensibilidad entre autoridades y transeúntes propició el mal uso de la obra que llegó a convertirse en soporte de bicicletas encadenadas a la barra de la superficie.

En los años noventa, quienes de manera independiente interveníamos en el quehacer cultural de la ciudad, coincidimos en que la Barda de Carretilla debería ser rescatada y custodiada en algún sitio, si no dedicado a la cultura, sí a la educación.

El Instituto Tecnológico de Nuevo Laredo pareció el lugar idóneo incluso por su fisonomía arquitectónica, ya que cada edificio que conforma el campus, en su fachada soporta un esquema geométrico estilizado, propio de los años setenta y bastante cercano al estilo abstracto de La Carretilla.

En mi calidad de gestora cultural propuse al director de entonces, el Ing. Hugo García Guerra (+), que solicitara al Municipio la cesión de la escultura. El ingeniero muy amablemente sugirió que yo redactase la carta y que él la firmaba con mucho gusto. En ese momento, en una máquina mecánica, ya que aún no tenían computadoras, se elaboró la petición, fue firmada por el director y se llevó inmediatamente a don Horacio Garza, presidente municipal, quien autorizó el traslado. Desde entonces ahí permanece en buen estado a la vista de estudiantes y visitantes de la Institución.

El segundo infortunio de Felguèrez fue el destino de su bella paloma, símbolo del Espíritu Santo. Le fue encargada para pender sobre el altar de una iglesia concebida con total austeridad y elegancia, únicamente con vitrales abstractos y llanas esculturas de apóstoles de formato mayor.

Igualmente, pasado un tiempo, aparentemente por la falta de sensibilidad y de conocimientos del arte entre sus autoridades, remitieron a la paloma a un sótano donde permaneció poco más de dos décadas. En su lugar, fuera de todo contexto, en la pared se instaló algo que aún no acertamos a desentrañar lo que es, pero que semeja el embadurnamiento de betún sobre un pastel, coronado con una cruz casi idéntica al emblema de la Chevrolet. Algo que allana totalmente la intención con que fue proyectado el santuario.

Y de pronto, la paloma de Felguérez resurge para ser instalada fuera de la iglesia: en la intemperie, expuesta al calor, al frío, a la lluvia, al sol, a los vendavales, los terregales, a las heces de las aves que revolotean el entorno. Como si no se tratase de una exquisita obra de arte, percibida especialmente para sostenerse colgada, suspendida en el altar de un templo, no clavada como estaca sobre el montículo de un parque, como si fuese un señalamiento de tránsito o una invitación abierta a desaparecer entre los mercaderes del arte, que sí conocen y reconocen su intrínseco valor.

Como miembro de la comunidad artística me siento agraviada por esa falta de respeto a una espléndida obra maestra y a su creador. Como miembro de una comunidad creyente, me parece inadmisible que un símbolo religioso sea tratado sin la debida devoción y comedimiento que implica la representación de la Santísima Trinidad.