DESDE LA FRONTERA

El mundo de hoy

Escrito en OPINIÓN el

En el estado indio de Uttar Pradesh se prueban tesis de Masa y poder (1960). Son 241 millones de personas, el 6º territorio más poblado de mundo, tras la misma India, China, EUA, Indonesia y Pakistán. Con tanta gente, pienso que quienes desaparecieron, terminarán reuniéndose aquí; hasta me parece que todos se multiplican como por gemación… Como si en el carro fuese siempre otro idéntico, a la izquierda del piloto (por influencia inglesa, el volante va a la derecha). A veces manejaría Éste; otras, la visible sombra invisible.

En Vrindavan, el cielo es gris, no por contaminación deliense, sino por el humo de la quema de cultivos tras las lluvias monzónicas. Miles de peregrinos. Pocas señales de tráfico. Bloqueos con vallas metálicas rodantes, que cortan el paso vehicular a los templos. Charcos de aguas fecales, por el mal de hacerse ciudad como quien anda tropezándose.

Quien no se cae es una chamaquita equilibrista, subida a una cuerda atada en sus extremos a dos árboles. Al son de música sacra, sostiene una barra y danza, noche y día, y parece sirena de Homero. Muchos espectaculares azafrán de un joven santón gordito, con un zurrón sempiterno donde guarda su pillería. Es un “godman” de gira: abre la boca religiosa milenaria y saca la lengua digital, con la que pesca a los de memoria de pez. Familias de seis o siete miembros sin  zapatos, renegridos y en cuclillas, se reparten sus dos o tres opiniones sobre no tener casa. Un vrindavaní me avisa de que macacos rhesus roban las gafas y deberé arrojarles una bolsa de papitas o naranjas, para cerrar la sagrada extorsión.

Son cachitos, de recién llegado, “cosas del tío Matt, el viajero de Los Fraguel” (me azuza mi hermano Víctor): La política en las tiendas de ropa (hay “ropa étnica para hombres” y “ropa occidental”). En un Holyday Inn en Rajastán, un astrólogo planta su mesa en un pasillo. Anuncios de tuberías marca Astral y otras, antirratas. Dentro de los templos vrindavaníes al señor K., hay casi pueblitos; al fondo, la deidad azul pitufo o negra carbón. Fuera de los hogares no vemos a la señora K., por su agresividad (tantos brazos de falda y cabezas de collar). Sí al elefantón ariete y transportista de la buena suerte. Chiles y un limón colgados de un hilillo atado al barandal, a la entrada de una joyería (“India importa el 99% de su oro”). Lo cambian sábado y martes. A los recién nacidos, en Chilpo, les ponen una pulsera roja con un ojo de venado disecado colgado. Según Liz, también contra el mal de ojo.

“Toca el pito” escrito en zagas de camiones; cláxones melodiosos, como música de atracción de feria española. Con el “Permitido en toda India” (AIP, por sus siglas en inglés) al costado, transitan entre estados. Y puede pitarse sin parar (el pitido tiene tantas funciones, como maullidos el gato); caber uno más en el tuctuc; vender fruta, sobre el cemento separador de carreteras magníficas (los indios no cruzan: se avientan).

Unos bancos rurales son como tienditas mexicanas de la esquina y un ATM luce como un armario con minisplit (Pangim). Vi hospitales parecer concesionarios de coches y un concesionario llamado “Tu propia propiedad”. Entre casas ¿abandonadas? en Maturah hay un Pepe Jean’s; no es pirata, es de verdad, como la separación social rigidísima. Las letras hindi son como dibujos; algo leo de este paisaje libro. El nombre neón rojo de un hotel incluye un paréntesis.

Un indio hispanoparlante:

— Ni fumo, ni bebo, ni como carne; pero no soy un santo.

Un señor duerme entre tiliches en su tiendita tamaño natural. Otro, en el mercado Khan, se calienta con un ventilador que dentro tiene una estufa eléctrica apagada. Una doña madrágora se la vive en la calle tumbada bocarriba y levanta la pantalla de su celu, para ver mejor.

Pienso que los indios priorizan y separan sin más pasión. Su sentido del ahorro es a escala país. Y sus buenos vendedores son imbatibles; se anticipan como Pepito Grillo y refunden la hospitalidad al Derecho de Gentes.