La tensión arancelaria en América del Norte dejó de ser un riesgo teórico para convertirse en un estímulo real a la reconfiguración industrial. La dinámica entre Estados Unidos, México y Canadá ha girado, en las últimas semanas, desde advertencias y amenazas hacia decisiones concretas de empresas y respuestas políticas que ya están reordenando cadenas de valor y empleos locales.
Para México, la agenda doméstica y la necesidad de proteger manufactura y empleos han convergido en propuestas que aumentan aranceles sobre una canasta amplia de productos —una intención que el gobierno ha planteado discutir con socios como China antes de convertirla en ley—. Esa táctica busca dar margen de maniobra frente a presiones externas, pero no es inocua: elevar gravámenes puede encarecer insumos, afectar exportaciones y complicar la ya delicada relación con su principal mercado, Estados Unidos.
Canadá, por su parte, vive una reacción política y económica que ilustra la fragilidad de la integración regional: la reciente decisión de Stellantis de trasladar la producción del Jeep Compass de Brampton (Ontario) a Illinois aceleró críticas públicas y presión gubernamental para preservar la industria automotriz local. La reubicación —vinculada por la firma a una estrategia de inversión en EE. UU. para mitigar el impacto de aranceles— evidencia que las empresas ya internalizan el riesgo regulatorio y actúan en consecuencia.
Desde la trinchera estadounidense, el debate sobre tarifas adopta un doble filo. En el corto plazo, aranceles pueden proteger sectores específicos; en el mediano plazo, elevan costos de producción, presionan inflación y obligan a jugadores globales a reconfigurar inversiones hacia el mercado más seguro. Esa lógica explica por qué varias industrias están acelerando inversiones en plantas dentro de Estados Unidos pese a la contrapartida política que esas decisiones generan en México y Canadá.
A nivel institucional la cuenta atrás hacia la revisión del T-MEC (USMCA) en 2026 añade urgencia: los tres países han iniciado procesos de consulta doméstica y actores públicos y privados ya compiten por influir en la agenda. La revisión no será sólo técnica: existe el riesgo de que se convierta en un terreno de negociación política sobre reglas de origen, cláusulas laborales y mecanismos de solución de controversias. Si no se maneja con pragmatismo, la revisión puede transformar un acuerdo funcional en un factor de mayor incertidumbre.
Hay además una amenaza estructural que merece atención: la posible elusión de gravámenes via rutas comerciales alternativas y ajustes en las reglas de origen. Cuando cambian incentivos arancelarios, se abren oportunidades para estrategias —legales o no— que distorsionan mercados y erosionan la confianza entre socios. La respuesta regulatoria debe ser rápida y coordinada para evitar que la fricción comercial se convierta en un problema de seguridad económica regional
Es importante que los tres países prioricen la comunicación y la coordinación trilateral: los golpes arancelarios tienen efectos de retroalimentación que dañan a los tres. Segundo, deben acelerar mecanismos de apoyo a trabajadores y cadenas de suministro locales para amortiguar decisiones empresariales de reubicación —pero evitando proteccionismos que encarezcan la competitividad.
En resumen: la región enfrenta un momento en que la política comercial de corto plazo (ejemplo: aranceles) puede desmontar décadas de integración productiva. La reacción —de gobiernos y empresas— debe combinar pragmatismo, medidas sociales temporales y una apuesta renovada por reglas claras dentro del marco del T-MEC. Si no, la verdadera pérdida no será sólo PIB o empleos puntuales, sino la erosión de la confianza que hizo de Norteamérica un bloque competitivo.
Mario Canales