Dicen que recordar es vivir. Y ciertamente lo es: vivimos de y en nuestros recuerdos. Porque cuando evocamos una presencia que ya no está, en realidad está siendo presente. Nuestras palabras, percepciones y recuerdos, materializan de forma fugaz la figura y el pensamiento de aquellos y aquellas que nos acompañaron un día, pero que por razones diversas ya no están en esta realidad, aunque los proyectemos a otros con la potencia de nuestra memoria.
Así, hablar de un personaje como el padre Rafael Montejano y Aguiñaga es complicado. Y no porque él haya sido un individuo afectado por una fingida complejidad, sino porque su persona tiene tantas perspectivas como las de un poliedro que nunca terminamos de ver completo. ¿Cuál elegir entre todas ellas? ¿El religioso? ¿El bibliotecario? ¿El historiador? ¿El amigo cercano?
A este tipo de personas tan complejas conviene recordarlas por el lado que todo el mundo entendemos, el de la anécdota fugaz que con su agilidad penetra hasta el fondo de la conciencia, como una flecha que parte el viento durante su trayecto para luego impactar en su objetivo, dejando una ligera oquedad donde colocamos nuestros recuerdos. ¿No es fascinante la memoria? Ahora mismo tengo la sensación de oír su amable voz y notar su presencia, rechazando con gentileza los elogios que estoy a punto de hacerle.
Porque así era, modesto hasta el extremo. Cómo no habrá de ser así, si su apostólica disciplina no le permitió aceptar lo que de suyo era cierto. Y en este caso lo primero que resaltaba del padre Montejano era su erudición, obtenida en sus estudios en Roma, en el Vaticano, en los inmensos archivos que el papado ha resguardado durante cientos, miles, de años en las oscuridades subterráneas de sus edificios donde sólo la luz de la razón puede acceder.
De modo que si se tenía la fortuna de hablar con él, de inmediato se advertía la correcta dicción de aquellos que hablan como piensan y piensan según leen, pues si algo era inocultable era su profundo amor por los libros. Ellos pasaron de ser un mero instrumento de formación. Su estancia en las escuelas y biblioteconomía y el estudio de la historia le permitieron comprender que el libro no sólo fue invento genial, sino máximo logro humano convertido en figura humanizante. La cultura, en su concepto, era también una forma de salvarse: salvarse de la barbarie, de la ignorancia, de las tinieblas que acechaban a la humanidad.
Era difícil seguirle el paso. Un día nos narraba la historia de la parroquia de Tancanhuitz y otro elogiada Manuel José Othón. A veces le gustaba discurrir sobre el mero día en que la imprenta hacía su entrada triunfal en San Luis Potosí, para luego pasar a describir la epopeya de Alaquines y su Señor del Santo Entierro. Si uno tenía suerte podía contarle la historia del Palacio Municipal de la ciudad capital mientras caminaba por sus limpias calles por donde un día caminaron también virreyes, generales, poetas y artistas. Bastaba con echar la mirada a un lado, sólo un poco, para que un detalle de la cornisa o la curvatura del rosetón le provocara hablar de las devociones, tradiciones, leyendas y sucedidos del viejo San Luis Potosí. Era el padre Montejano, sin duda, una enciclopedia viviente.
El recuerdo del padre Montejano como religioso no es exclusivamente mío. En realidad le pertenece a toda la comunidad. Por nada lo quería todo el mundo, aunque he decir que también tenía sus malquerientes. Y no por malvado, sino porque era recto como vara de quebracho, tan severo en su conducta que no permitía abusos ni excesos que luego le aguijonearan la conciencia. De esa tenía mucha, tanta que hasta repartía. Por eso cuando alguien se le acercaba encontraba refugio, consejo y dirección en cosas que, de otro modo, conducirían al extravío.
Su apostolado, como su erudición, no conoció límites. Tampoco reconocía lindes espaciales. Lo mismo iba de un pueblo a otro, de un archivo a otro, de una biblioteca a otra, de una universidad a otra. Es más: probablemente si lo hubieran invitado él estaría aquí, silente y concentrado, en lo que malamente hemos venido a decir de él. Luego tomaría la palabra para excusarse, sólo para disculpar el hierro ajeno, y emprender al final una excursión sapiencial tan fina que sólo percibiríamos que el tiempo avanza sólo porque nos indican que nuestro tiempo ha terminado y debemos abandonar el recinto.
Pero antes de concluir, he de decir como nuestros mayores que la historia es vida y la vida es memoria, memoria que se bifurca en el tiempo hacia direcciones insospechadas. Tan insospechadas que hoy aquí estamos hablando del padre Montejano quien partió hace un cuarto de siglo (no lo parece), pero sigue tan presente entre nosotros como ayer. Y como no lo parece porque apenas puedo creer que hayamos pasado tanto tiempo sin él, me gustaría concluir diciendo que a pesar de ser la memoria ni materia de trabajo, el presente es el mejor tiempo posible para acordarme del padre Montejano, pues él es pretérito sólo le da sentido a este momento, quimérico por sus formas inconstantes, pero divino porque la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados. Y ahí, en ese tiempo y lugar indefinidos, estaremos estrechando una vez más la mano del amigo y sabio padre Montejano.