TELÉFONOS.- Un teléfono negro de pared, muy sólido, de cable en espiral, fue el primero en casa de mis padres. Su número era 72-43. Durante largo tiempo fue el único en nuestra colonia, ahí por los años cincuenta, así que los vecinos acudían a usarlo para emergencias.
Dos de mis primos lo empleaban para hablar con sus padres que radicaban en México. Solicitaban la llamada de larga distancia con la telefonista, quien a través de la centralita permitía la interconexión manual. Había que colgar el aparato y esperar. Doce, quince minutos después, sonaba el timbre y se establecía la comunicación, por lo general poco audible y con interferencias. Cabe mencionar que el tono para larga distancia tenía un sonido más prolongado y estridente que el local.
Sospecho que durante el noviazgo con mi esposo, las cursilerías que nos decíamos en las llamadas eran blanco de diversión para las operadoras. A finales de los sesenta estas señoritas fueron retiradas cuando inició el procedimiento automático, conocido como LADA, que añadió un número de área para identificar la localidad.
La moda en los aparatos comenzó a tener cambios después de los negros de pared. Aparecieron los llamados de candelabro, que tenían el disco en la base del aparato y eran de diseño psicodélico. Los clásicos de mesa fueron de colores neutros y cambiaron el disco por teclas o botones, aunque todos seguían conectados a un cable. Me parece que en los ochenta llegaron los inalámbricos con antena integrada, pesaban un kilo, su máxima duración descolgados era de una hora (con un periferia muy limitada) y demandaban ocho horas de recarga.
Las casetas de los teléfonos públicos constituyeron espacios imprescindibles, aunque en algunos países no han desaparecido totalmente o se han trocado en bibliotecas breves de intercambio gratuito. (Para la nostalgia, una caseta icónica fue la del hombre de acero, donde entraba vestido como Clark Kent y salía transformado en Supermán).
Los cambios en los teléfonos celulares se han multiplicado desde los primitivos con tapa y antena corta, los minúsculos que se perdían en la mano, hasta los IPhones que almacenan infinidad de datos y aplicaciones como las videollamadas. Debido a ellos, han quedado atrás las cámaras fotográficas así como los mensajes en computadora, por lo instantáneo del WhatsApp. Incluso en los automóviles las llamadas en pantalla pueden operarse a manos libres.
Estos advenimientos electrónicos nos sorprenden y pasman cada día. Indiscutiblemente han sido inventados para servir en emergencias, para abreviar distancias, para aplicar esmerada utilidad en el uso. Queda a consideración y escrúpulos del usuario la función que le otorguen.
Curiosamente, el anticipado intelecto científico y fantasioso de Julio Verne, concibió en 1889 la idea de un artefacto de comunicación que posibilitara voz e imagen a través de unos espejos sensibles conectados con alambres. Llamó “fonotelefoto” a lo que la tecnología actual ha denominado videoconferencia.
En su novela “París en el siglo XX”, escrita en 1860, habla de una red internacional de comunicaciones, la describe como una especie de telégrafo mundial que conecta a distintas regiones para compartir información (Internet). En ella, se refiere a una ciudad con rascacielos de vidrio, trenes de alta velocidad y coches impulsados por gas. (El manuscrito fue hallado en una caja fuerte por su bisnieto Jean en 1989 y publicado en 1994, ya que en su momento el editor consideró pesimista el texto, que “podría constituir un verdadero desastre para la reputación de Verne como escritor”).
Cuando niños, en casa fuimos ávidos lectores de todo Julio Verne. Tal vez inspirados por él, nos gustaba jugar al teléfono con dos latas vacías de leche condensada enlazadas con un mecate. Hoy, nuestros pequeños nietos nos enseñan el manejo de ciertas aplicaciones absolutamente complicadas para nuestro entendimiento.
Mérida, marzo 2024