APUNTES DESDE MI CASA

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Escrito en OPINIÓN el

RELOJES.- Creo que el conocimiento sobre la utilidad del reloj lo obtuve en segundo año de Primaria. Mi señorita (como se llamaba en esos años a las profesoras) dibujó en el pizarrón una circunferencia con doce números y dos flechas que borraba y volvía a trazar, según su curso para indicar la hora.

En casa, mi abuelo Polo decidió ser quien ayudase a afirmar lo aprendido, cortando redondo un cartón al que ató, con un mecate, dos palitos recogidos del patio. Con mucha paciencia repasó las veces necesarias hasta conseguir buen resultado, e inmediatamente me enseñó los números romanos para que el adiestramiento fuese completo.

Abuelo amaba su estético reloj alemán, de pared, que había comprado de segunda mano cuando se casó con abuela, en 1915. Le daba cuerda dos veces al día, guardando celosamente las llaves. Su sonido para marcar los cuartos, los medios, culminaba al repasar las doce horas que estremecían el alma de quien oyese. Abuelo y su reloj fueron una estampa sola, ni con el devenir de las décadas han podido desligarse uno del otro. Aún en estos días, cuando su campanada vibra en la casa de mi hermano, la presencia de abuelo ondula en el recuerdo.

Estando en tercero de Primaria, heredé el reloj de mi hermana mayor porque a ella, por cumplir sus 15 años, le habían regalado uno nuevo, de oro. Así fue como estrené un relojito de carátula ovalada con extensible muy angosto, de un dorado desvaído, que me encantaba mirar como si mis ojos tuviesen el poder de marcar el tiempo. Duró muchos años, hasta que dejó de funcionar sin remedio.

Para estar conscientes de la hora en cualquier lugar y situación, las estaciones de radio contribuían dando reporte en cada corte de la programación. Eran tan confiables que muchas veces, para comprobar si el reloj de abuelo estaba a tiempo, hablábamos a la estación XEZ, cuyos resultados eran infalibles, sincronizados con los del reloj municipal.

Cuando comencé a trabajar compré a plazos un buen reloj en la joyería Rosell. Era de carátula redonda y pulsera de cuero color negro. La novedad es que ya no había que darle cuerda todos los días, porque empleaba una batería reemplazable.

Aquel delicado cronómetro fue compañero mudo en las horas de investigación hemerográfica a las que me sometía mi director en la Hemeroteca del Estado, los fines de semana. También, fue regulador para dividir mis etapas: cuando reporteaba, cuando ensayaba alguna obra de teatro, para no demorar demasiado en la cafetería Pop, para correr a alcanzar el camión rumbo a casa.

Luego de unos años, llegó el reloj definitivo hasta el día de hoy. Obsequio de mi esposo cuando nació nuestra hija, hace 47 años: un Cartier de carátula rectangular, correa en piel de cocodrilo. Nunca ha fallado y solamente una vez se le ha cambiado la pulsera, procedimiento a cargo de la firma original. Su cometido diario ha vivido procesos desde señalar el horario de los biberones, de la escuela, de las actividades extraescolares, hasta determinar las pautas vivenciales de la evolución de la edad, las nuevas experiencias, y el irremediable plazo que ya se abrevia.

Siempre he considerado indispensable el uso del reloj de pulsera no sólo para el cuidado de la puntualidad, sino porque es un constante recordatorio del sentido de responsabilidad. Las modas han ido y vuelto, los dispositivos actuales llamados relojes inteligentes, que registran las pulsaciones del corazón y la presión del torrente sanguíneo, entre otros valores, resultan de absoluta utilidad a establecido grupo de personas. Los teléfonos celulares con su servicio instantáneo de proporcionar la hora, han suplido, en mucho, la costumbre del reloj de pulso. A pesar de ello, nada provoca mejor la sensación de estar vivo, que escuchar en el transcurso de los días un serenito tic tac, tic tac, tic tac…

Mérida, febrero 2024.