Hace pocos días, en un periódico de circulación nacional, se publicó la siguiente noticia:
“Todo ocurrió cuando Andrea, uno de los integrantes de una familia originaria de Pompeya, Italia, decidió investigar el origen de una pintura que desde que era niño llamó su atención por su aspecto “horrible” y, que, al parecer, llevaba mucho tiempo olvidada en un empolvado rincón de su casa.
Sin embargo, se trataba de un Picasso original que está valuado en nada menos que 6.6 millones de dólares y que permaneció escondido porque su mamá no lo soportaba y lo consideraba horrendo.
Pero ¿cómo llegó el Picasso a las manos de la familia? Todo comienza en 1962, cuando el padre de Andrea, en Italia, limpiaba un sótano cuando se topó con esta joya del arte.
Aunque la esposa de Luigi encontró la pintura horrible, él la puso en un marco barato y la exhibió en la pared de la sala de estar de su casa en Pompeya y la conservó durante décadas.
Andrea sospechó que se trataba de un verdadero Picasso, pero después de muchos años, finalmente decidió trabajar en la verificación de la firma del pintor español.
Así, Andrea decidió buscar la ayuda de varios expertos locales, incluido un reconocido detective de arte, quien decidió investigar a fondo el caso, hasta que finalmente la grafóloga de la Fundación Arcadia, confirmó que la firma era de Picasso.”
Hasta aquí la crónica del periódico, que, en lo particular nos deja muchas enseñanzas, ya que, en cada persona, por desagradables que nos puedan parecer, aunque nos parezcan “horribles”, esconden un gran valor. O bien, que somos valiosos aunque pensemos que somos “horribles”.
No sé qué sea más difícil, reconocer el valor de las personas o reconocer nuestro verdadero valor, lo cual, nunca será fácil, ya que nos parece una pérdida de tiempo encontrar esos valores, y, nuestro orgullo es demasiado para descubrir nuestros propios valores… una lucha en la que todos perdemos.
En su visita a Luxemburgo, el Papa dijo lo siguiente a maestros de la universidad:
En cuanto al primer punto, tenemos el cansancio del espíritu: Buscar la verdad es agotador, porque nos obliga a salir de nosotros mismos, a arriesgarnos, a hacernos preguntas. Y, por eso, nos atrae más —en el cansancio del espíritu— una vida superficial que no plantea demasiados interrogantes; así como del mismo modo nos atrae más una “fe” fácil, ligera y cómoda, que nunca nos cuestiona nada.
En cuanto al segundo punto, por el contrario, tenemos el racionalismo sin alma, en el que hoy corremos el riesgo de caer nuevamente, condicionados por la cultura tecnocrática que nos lleva a esto. Cuando se reduce al hombre a la mera materia, cuando se quiere forzar la realidad a los límites de lo que es visible; cuando la razón es únicamente aquella matemática, entonces se pierde el asombro —y cuando este falta no se puede pensar; el asombro es el inicio de la filosofía, es el inicio del pensamiento—, se esfuma esa maravilla interior que nos empuja a buscar más allá, a mirar al cielo, a desentrañar la verdad escondida que afronta las preguntas fundamentales: ¿por qué existo?, ¿qué sentido tiene mi vida?, ¿cuál es el objetivo final y la última meta de este viaje? Se preguntaba Romano Guardini: “¿Por qué el hombre, a pesar de todo el progreso, sigue siendo un desconocido para sí mismo y lo es cada vez más? Porque ha perdido la llave para comprender la esencia del hombre. La ley de nuestra verdad dice que el hombre se reconoce sólo desde lo alto, por encima de él, desde Dios, porque sólo de Dios trae su existencia”.
Hasta aquí lo que dice el Papa. Muy oportuno ante una sociedad polarizada, en la cual, la arrogancia de los ganadores por un lado y el resentimiento de los perdedores, es lo último que necesitamos para que nuestro país progrese y avance, como comunidad, y como persona, donde quien piensa distinto es “horrible”. ¿Estamos dispuestos a descubrir o dejarnos descubrir? En ello, comosiempre, usted tiene la última palabra.