Parva domus magna quies.
Esa antigua locución latina equivale a decir: “Casa pequeña, gran tranquilidad”.
Pequeña es nuestra casa, a la medida de mi esposa y mía. Y pequeño es su jardín: el sol tiene que salirse un poco para que puedan entrar la tórtola o el colibrí. Hay en él una imagen de San Francisco de Asís, el Poverello, que tanto amó a las criaturas del Señor, y un borriquillo en bronce, el Platero de Juan Ramón, al que subieron todos mis nietos tan pronto pudieron trepar a él.
¿Flores? Las mismas de los patios saltilleros: rosas, claveles y otras con menos poesía, los geranios. A la reja de la ventana se enreda una enredadera de nombre sugestivo: jazmín de Arabia, que da su perfume a la hora en que el día se va y la tarde llega. Por eso la tarde le pide al día que se vaya pronto.
Cuando tenía yo pocos años soñaba con tener una casa grande. La tuve. En ella crecieron mis hijos y me fui haciendo viejo yo. Ahora mi señora y yo estamos como al principio: ella para mí y yo para ella.
Amo a mi casa. La dejaré sólo para ir a la que llaman “la morada eterna”. Para mí, sin embargo, la eterna morada es ésta en la que vivo con la amada compañera.
¡Hasta mañana!...