Cocinar es un acto de amor, el segundo quizás en importancia. O el más importante, a lo mejor, pues bien lo dice la sabiduría popular: “Primero comer que ser cristianos”.
El amor es el mejor ingrediente de cualquier platillo. Es lo que le da sazón. Ni siquiera la salsa de San Bernardo hace que sepa tan bien un alimento. (La salsa de San Bernardo es el hambre. El santo varón hacía que sus frailes ayunaran todo un día a fin de que luego no pusieran reparos al magro y soso condumio que se les servía).
Benditos sean los guisanderos y las cocineras. San Pascualito, su santo patrono, los guarde muchos años y ponga en ellos el precioso don de la sabrosura, de modo que sus comensales no dejen en el plato ni siquiera la política. Así es llamada en el sureste de nuestro país la pequeña porción de comida que por urbanidad se deja en el plato, quizá para mostrar que no se vino a comer por hambre.
Comer, y comer bien. Eso es más importante que con ge. (Y dura más).
¡Hasta mañana!...