¿Entonces? ¿Otra expedición Pershing, esta vez para dar caza a los Chapitos? ¿Bombardeos sobre Culiacán? ¿Drones y misiles en dirección a Jalisco y Michoacán? ¿Desembarcos de marines en puertos chiapanecos? ¿Efectivos de la Delta Force descendiendo en paracaídas en las vecindades de Tepito?
Es inevitable evocar escenas como esas cada vez que algún político estadunidense se refiere a la epidemia de adicción a opioides en su país y la califica de “invasión” o de “terrorismo”.
En automático viene a la mente el hecho incuestionable que ese apocalipsis social causa cada año 20 veces más muertes que las registradas en los ataques a las Torres Gemelas de Nueva York del 11 de septiembre de 2001 y que para el país vecino el costo humano y económico de los adictos es infinitamente mayor que el de aquellos atentados criminales. Hasta ahí, la estadística es rotunda e inapelable.
Pero hablar de invasión y de terrorismo no tiene el menor sentido porque nadie está incursionando de manera violenta en el territorio estadunidense para obligar a punta de pistola a los consumidores a comer, fumar o inyectarse nada. Proceda de donde proceda, el fentanilo que se comercia, tanto de manera legal como ilegal en el país vecino transita pacíficamente por las aduanas de ese país, o bien se fabrica localmente, y es vendido por un ejército de distribuidores que son, en su enorme mayoría, ciudadanos de Estados Unidos.
Más: los grupos delictivos mexicanos que introducen o envían esa sustancia al norte del río Bravo no tienen la menor intención de invadir un país ni de destrozar su sociedad. Simplemente desean aprovechar la jugosísima oportunidad de negocio que les abrieron empresarios legales de EU al generar un mercado de cientos de miles de enganchados a los opioides con la complicidad de miles de médicos a los que cortejaron o sobornaron para que expidieran recetas con manga ancha.
En suma: los narcos de México persiguen exactamente el mismo propósito que las farmacéuticas gringas: hacer mucho dinero de manera rápida, así sea a expensas de la salud y la integridad física de incontables desdichados y a costa de meter a toda la nación en un enorme problema.
Bueno, pero sabemos que el discurso de tonos bélicos contra México no se formula con base en hechos y responsabilidades reales, sino a partir de cálculos electorales.
Para un gran sector de la sociedad estadunidense, resulta mucho más atractiva la promesa de enviar fuerzas militares a vengar supuestos agravios y salvar al país de una amenaza maligna que la perspectiva de buscar una solución real y, por tanto, necesariamente complicada, a la epidemia de adicciones: trabajar en la salud mental y en la integración social de la población, hacerse cargo de los afectados que vagan a puñados por las calles para someterlos a tratamientos de desintoxicación, castigar de manera ejemplar a los principales narcotraficantes –que son respetables consorcios privados que cotizan en la bolsa de valores– y emprender en serio un combate a la corrupción en su clase política, en su sistema de salud, en sus aduanas y en sus policías.
Si las instituciones del país vecino se pusieran a trabajar en eso, el negocio de los estupefacientes se vería drásticamente reducido. Pero no es tan espectacular ni tan sexy como la imagen de marines y rangers pateando traseros en las fronteras. Por lo demás, las bravatas no necesariamente son practicables.
Terminados los mítines y las conferencias de prensa provocadoras, los políticos estadunidenses saben perfectamente que México no es Afganistán ni Irak, y que si en esos países nunca pudieron lograr plenamente el control territorial, menos podrían lograrlo en el nuestro, que es el triple o el cuádruple de extenso, con una población más de tres veces mayor, con una larga frontera común y con decenas de millones de mexicanos viviendo en Estados Unidos.
Pero antes que eso, hay que considerar que en un contexto de intensa integración económica bilateral, un conflicto bélico entre ambas naciones –que sería la consecuencia más probable de una acción armada de Washington en nuestro territorio– generaría la parálisis de cadenas productivas, comerciales y financieras y para la superpotencia entrañaría en el muy corto plazo una crisis catastrófica de necesidad.
Es, pues, demagogia electorera, con fintas no muy diferentes a las que realiza de cuando en cuando el señor de Corea del Norte al amenazar con la devastación nuclear de Estados Unidos sin tener siquiera la certeza tecnológica de que sus misiles son capaces de colocar bombas atómicas en puntos precisos de ese país; tal vez por afinidad de ese espíritu bravucón él y Trump acabaron teniendo buenas relaciones; no habría que olvidar que el segundo, el presidente de discurso más belicoso de cuantos se recuerde, fue uno de los que menos agresiones armadas perpetró en el exterior. No, no nos van a invadir, ni habrá nuevas expediciones Pershing, ni desembarcos, ni bombardeos.