He vuelto a mi jardín, a mis rosas diminutas, a los místicos belenes, al retruécano de los lirios, al despertar de las bugambilias, al espiral trascendente de los heliotropos, al escondido marfil de las gardenias, al follaje encrucijado de mi bosque de juguete, al verde regazo de mis ojos y a mi devoción matinal primera: la magnolia.
La magnolia, suspendida desde hace meses como si invernara, al fin, por mis ruegos, por mis súplicas, por mi cariño ha decidido decirme que sí, que si vuelve a la vida, que sí me vuelve la vida. Vivir es agonizar con esperanza. Alguna vez lució su juventud reluciente, esplendorosa. Alguna vez sus flores, ángeles de porcelana, consagraban el azul y hendlan la oscuridad con ese perfume que dicen que cura el corazón. Debe haber sido esbelta, cúpula verde, temblorosa, con hojas como doncellas de pincel.
Así la intuí al descubrirla cautiva en un traspatio. Un muro adscrito la oprimla, la había mutilado. Se quedó allí como presunta anciana arrumbada en un asilo sin consuelo.
No por crueldad sino por inconciencia, por ese hispano desamor a los árboles que no son leña, la magnolia quedó como un poste, como un olivo amargo, como resabio de un resplandor inútil, como estatua de un dios en el que nadie cree.
No por sadismo, sino por afán de utilizarla, le machetearon ramas, le arrancaron brazos, le ciñeron alambres, le clavaron ganchos, clavos y, por algo que no entiendo, en su vaso, allí de donde brotan sus ramas, hicieron un día una fogata.
Los propietarios no tenían afición alguna por ella, no la entendían, la dejaban naufragar en el martirio del desdén, pero cuando me la quise llevar, les surgió un extraño amor, como el de esos padres que maltratan y vejan a las hijas, y cuando aparece un pretendiente que las valora en su sensibilidad y en su belleza, se lo ausentan.
Triunfó mi terquedad y con grandes dificultades y problemas logré trasplantarla a mi jardín. Entendí que entristecería algunos días por las naturales vicisitudes, por el cambio de orientación, por la diferencia de clima, porque los árboles, como los hombres, se acomodan a las miserias y a las privaciones, porque también las plantas, por vivas, son susceptibles de sucumbir al masoquismo o a la virtud de luchar contra la adversidad.
Pero pasaban los días, las semanas y yo cada mañana, cada mediodía y cada atardecer iba a visitarla, a intentar convencerla de que ya nunca, nunca la iba nadie a maltratar, que aquí sería emperatriz como correspondía a su rango, bella por su naturaleza y joven por su cronologia. Le aseguraba que, mientras yo viviera y seguramente después de mí, estaría en amoroso regazo, pero no me daba el sí. No se secaba pero no se abría a mi amor, a la esperanza, a la fe que es lo único que hace mover la vida.
Allí estaba siempre bajo la tutela de mis ojos, esperando, vigilando, intentando averiguar si yo era de verdad, si mis palabras no eran frágiles y mis promesas palabras huecas.
Tiene más de seis metros de alto. Al regresar de Acapulco, yo un tanto cholenco, con paso cuidadoso, llegué a saludarla. Y me respondió desde su cúspide con un ramito verde, resplandeciente, como oda a la alegría. Y luego, al observarla ví, que por todos lados había pequeñas insinuaciones de vida y juventud.
Su convalecer ha terminado. Mi fe en su fe fundida se hizo germen de huerto y floración. Cuando llegue el invierno y todo se recoja, cuando el otoño dore lo que hoy es primavera, mi magnolia, princesa emperatriz, reinará como una gigantesca y sonriente flor de vida.
7 de septiembre de 1989.