No, no es retiro de embajadores ni ruptura de relaciones y mucho menos declaración de guerra, sino la expresión de un hartazgo por esa política tan injerencista como mafiosa que los sucesivos gobiernos de España han adoptado desde hace unas décadas en sus relaciones con los países de América Latina, en general, y México, en particular, con propósitos de expolio. Desde que los gobernantes del ciclo neoliberal impusieron en esta región del mundo ese modelo en que las utilidades de los consorcios –nacionales, pero sobre todo, extranjeros– tienen prioridad sobre el bienestar de sus poblaciones y la soberanía de sus países, relumbró el oro en las pupilas de la clase político-empresarial española.
La llamada reconquista, el desembarco de trasnacionales dispuestas a rehacer la América –un inmenso mercado, una vasta reserva de materias primas y oligarquías dominantes ávidas de otorgar contratos y concesiones a cambio de sobornos– fue un encuentro de corrupciones. Los escándalos de Felipe González, Aznar o Rajoy no son muy distintos a los de Salinas, Fujimori, Menem o Peña Nieto, y sus efectos en la población son semejantes: “grandes grupos de interés muy bien financiados son capaces de ‘comprar’ regulaciones e, incluso, leyes, a cambio de financiar generosamente al partido en el gobierno” (es decir, Socialista Obrero Español y Popular); se trata de la “captura del Estado”, la legalización de la corrupción mediante el “secuestro” de ámbitos como las políticas urbanística y regulatoria, “especialmente en el sector bancario, de las telecomunicaciones, sanitario y energético”, como señala Manuel Villoria (https://is.gd/Nl4EWK).
Con todo, el marco europeo impuso a España controles a las maniobras del dinero en la política, más estrictos, en todo caso, que los que había en la mayor parte de América Latina y el diferencial fue aprovechado a fondo por los consorcios de ese país, los cuales encontraron aquí un enorme territorio de saqueo. Bancos, constructoras y empresas petroleras y eléctricas son los casos más emblemáticos del expolio.
Lo más exasperante es que la diplomacia de Madrid, los medios españoles y las trasnacionales ibéricas se mueven en Latinoamérica como las divisiones de un ejército de ocupación y en cuanto un gobierno nacional adopta medidas orientadas a minimizar o suprimir el despojo, La Moncloa y los consorcios mediáticos emprenden ofensivas diplomáticas y campañas de descrédito contra el país en cuestión. Bien lo saben los gobiernos de Bolivia y Venezuela, como lo supieron también en su momento Rafael Correa en Ecuador y Cristina Fernández en Argentina.
“Corrupción”, “régimen antidemocrático”, “preocupación por los derechos humanos”, son algunas de las coartadas intervencionistas que suele esgrimir un Estado que no tiene mucho que presumir en materia de buenas prácticas, modales democráticos o derechos humanos: la corrupción llega hasta la figura del rey emérito, la persecución política tiene carta de legalidad y de 1992 a la fecha, el Estado español ha sido condenado en 11 ocasiones por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por permitir la impunidad en casos de tortura (https://is.gd/YWFxXC). Y bueno, vivimos en un mundo en que cualquier organización “no gubernamental” o agencia certificadora te extiende un certificado de transparencia y democracia a cambio de una lana.
Para colmo, la diplomacia de Madrid suele conducirse con una insufrible altanería imperial hacia los gobiernos latinoamericanos. Muestra de ello fue la patanería del rey Felipe de Borbón, quien ni siquiera se dignó a contestar la carta (2019) en que el presidente López Obrador le propuso, de jefe de Estado a jefe de Estado y en afán de reconciliación histórica, que los gobiernos de ambos países pidieran perdón a los pueblos originarios por las atrocidades perpetradas en la Conquista. El coro mediático distorsionó el mensaje hasta el punto de presentarlo como una exigencia de que España se disculpara ante México.
Hubo la esperanza de que la conformación del gobierno de coalición PSOE-Podemos pudiera aliviar el sometimiento de las instituciones españolas a las corporaciones y a la clase política tradicional; también se esperaba alguna variación del tono despótico hacia América Latina; no ocurrió ni una cosa ni otra. Al igual que Estados Unidos, donde las más horribles líneas de política exterior sobreviven a las alternancias entre demócratas y republicanos, España padece inercias institucionales invariables; por ejemplo, la corrupción y la prepotencia hacia América Latina.
La idea de “poner en pausa” la relación bilateral, manifestada el miércoles pasado por AMLO en su mañanera es, pues, una expresión de hartazgo y desaprobación, no ante un Estado ni ante un pueblo, sino ante la hipócrita y perversa mezcla de intervencionismo y corrupción que ha caracterizado a la política exterior de España hacia sus ex colonias y, en particular, hacia México.
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Madrid, a pausa
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