El temor inquietaba a la población de las provincias internas de oriente, al enterarse que don Miguel Hidalgo y Costilla, cura de Dolores, había obtenido victorias militares y estaba posicionado de San Miguel el Grande, Atotonilco, Celaya, Guanajuato, Valladolid —hoy Morelia— y que era tanta la gente que lo seguía, que el siguiente enfrentamiento con el Real Ejército sería en la capital del virreinato. Su miedo estaba bien fundado.
Hasta esa etapa del movimiento emancipador, a los insurgentes todo les había sido favorable pues sólo contaban con triunfos en las luchas que enfrentaron contra los realistas; cayó luego Zacatecas, también Guadalajara, donde el padre Hidalgo, mediante decreto, abolió la esclavitud, entre otras acciones. Luego le siguió San Luis Potosí, después las provincias internas de oriente estaban bajo su control. La lucha parecía incontenible, el fuego de la insurrección se propagaba rápidamente. En menos de dos meses las más ricas localidades estaban en manos de la insurgencia, y controlaba la mitad del territorio de la Nueva España.
Don Lucas Alamán dice en su Historia de Méjico: “Los progresos de la Revolución fueron mucho más rápidos en las provincias del oriente que baña el Golfo de México. De la de San Luis Potosí en la que cundió velozmente de
la capital a todas las poblaciones situadas al norte de ella, se comunicó a la del Nuevo Santander, cuyo gobernador, el teniente coronel don Manuel de Iturbe, abandonado por la tropa que había reunido, se vio obligado a retirarse con pocos soldados que permanecieron fieles, parte de la oficialidad y algunos vecinos a Altamira, a esperar los refuerzos que había pedido al virrey”.
“Los españoles que vivían esparcidos en estas dilatadas provincias, eran sorprendidos en el seno de sus familias, arrancados de los brazos de sus esposas e hijos, despojados de los bienes que habían adquirido en largos años de trabajo y economía y conducidos a las prisiones de que habían salido los criminales. Muchos para librarse de tan triste suerte, se ponían en fuga, procurando acercarse a la costa o a los puntos que no habían sido invadidos y en que había algunas tropas del gobierno que pudiesen protegerlos.
“Hidalgo, sabedor de los progresos que la revolución hacía en las provincias de San Luis y comarcanas, dio el mando de ellas al teniente general Mariano Jiménez, quien con una fuerza de diez u once mil hombres, se dirigió hacia el Saltillo de donde Cordero había recibido orden de marchar a la provincia de San Luis para restablecer en ella la obediencia al gobierno y las autoridades que habían sido depuestas, llevando bajo sus órdenes dos mil hombres, fuerza muy suficiente para batir a Jiménez, si no hubiese estado seducido. Encontráronse la una y la otra división el 6 de enero de 1811 en el campo de Aguanueva, a corta distancia del Saltillo; campo al que sucesos posteriores han dado mayor celebridad, y al avistarse las tropas, las de Cordero se pasaron a los insurgentes con armas, caballos y todo cuanto había.
“Cordero pudo escapar y huyó por algunas leguas, pero perseguido por sus mismos dragones, fue cogido y presentado a Jiménez, quien entró triunfante en el Saltillo. A consecuencia de esta ventaja don Manuel Santa María, aunque nacido en Sevilla pasaba por mejicano, por haber venido niño al país y era gobernador del Nuevo Reino de León, se declaró por la revolución en Monterrey, capital de la provincia cuyo ejemplo siguió esta toda entera. El obispo don Primo Feliciano Marín se fugó y pudo embarcarse. En San Antonio de Béjar el capitán de milicias don Juan Bautista Casas se hizo dueño de aquella capital y de toda la provincia de Tejas, prendiendo el 22 de enero al gobernador don Manuel de Salcedo, y al que lo había sido de Nuevo León don Simón de Herrera que mandaba las milicias de las provincias vecinas…
“Sin embargo, las estrategias de los mandos realistas para hacer frente a los insurrectos no se hicieron esperar. El coronel don Félix María Calleja, comandante de la décima brigada —con cabecera en San Luis Potosí—, e inspector de las tropas milicianas de Nuevo Santander, se preparaba para ir en auxilio de las poblaciones caídas en manos de los insurgentes y así fue como se recuperó Guadalajara, tras la batalla más cruenta que habían tenido las tropas insurgentes, como la de Puente de Calderón.
“En Nuevo Santander, el gobernador don Manuel de Iturbe e Iraeta recibió órdenes del comandante Calleja para que le mandasen a San Luis Potosí 250 milicianos armados y equipados y toda la tropa que pudiera reclutar de las compañías volantes de San Carlos, Padilla y San Agustín de Laredo. Esta orden no pudo cumplimentarse porque la tropa del gobernador y la del capitán don Joaquín Vidal de Lorca se pasaron a los insurgentes, y el gobernador tuvo que huir a Altamira con los pocos milicianos que le habían permanecido fieles.
Así los acontecimientos, Iturbe e Iraeta envió circulares a todas las villas y lugares pobla finandos de Nuevo Santander; la alarma y agitación cundieron por la provincia; y lo mismo hizo don Primo Feliciano Marín de Porras, obispo de Monterrey, cuya jurisdicción incluía a Nuevo Santander, al emitir una furibunda pastoral contra los insurgentes y sus simpatizadores, y aumentó el desconcierto”.
La organización política, militar, hacendaria, judicial y municipal en los albores del siglo XIX en la Nueva España era un gravísimo obstáculo para el progreso de las provincias orientales, por ser un sistema muy complicado. Nuevo Santander —hoy Tamaulipas— formaba parte de las provincias internas de oriente. La autoridad política la ejercía el gobernador, que siempre era un militar, y su nombramiento lo daba el rey de España.
Hasta antes de las reformas borbónicas, el gobernador era la figura más importante de la provincia, y sus atribuciones las ejercía en materia de gobierno, justicia, guerra y hacienda; pero después de dichas reformas la legislación impuesta por la casa reinante de los borbones para las colonias en América, limitó las facultades del gobernador que dependía directamente del virrey. En asuntos militares estaba subordinado a la décima brigada de milicias, cuyo cuartel general se encontraba en San Luis Potosí y el mando, en las experimentadas manos del brigadier don Félix María Calleja del Rey.
La intendencia, que se formó con las provincias del Nuevo Reino de León, Nuevo Santander, Coahuila y Texas antes del movimiento emancipador, fue creada en el año de 1786, y la residencia del intendente se encontraba en San Luis Potosí. Los intendentes tenían a su cargo todo lo relativo a las cuestiones hacendarias en su jurisdicción.
Don Rafael Montejano y Aguiñaga dice de la intendencia: “Con el objeto de tener un mejor gobierno, manejo de la hacienda y administración interior, Carlos III dividió el virreinato de la Nueva España en doce intendencias, cada una quedaba encomendada a un gobernador intendente que ejercía las funciones administrativas y de hacienda. Los últimos intendentes no descollaron ni por su sentido político ni por sus obras y algunos permanecieron poco tiempo en el poder. Tanto los intendentes como los alcaldes, los regidores y los subdelegados del interior vivían muy en paz”.
Don Vito Alessio Robles informa: “En materia judicial no podía ser peor, igualmente perniciosos eran los encargados de la administración de justicia, en su mayoría militares ignorantes que para poder apelar a sus decisiones era necesario ocurrir a México, a Guadalajara, a Chihuahua o las capitales de las respectivas provincias donde residían los gobernadores”.
En su vigorosa Memoria presentada a las Cortes de Cádiz el 7 de noviembre de 1811, don Miguel Ramos Arizpe expresó que el panorama se veía con fallas y defectos. De la organización de las provincias internas y sus villas informó: “El sistema que prevalecía era el peor, pues desde 1794 que se establecieron las milicias provinciales y las compañías volantes, el capitán de milicias era el alcalde perpetuo de cada pueblo, que en ocasiones fungía como justicia mayor, el teniente y el alférez eran los regidores, y el sargento, el procurador”.