El orbe vive uno de los mayores enredos ideológicos de su historia. “el siglo 20 (y el 21) es un despliegue de maldad insolente…; vivimos revolcaos en un merengue…” cantaba el profeta Enrique Santos Discépolo en su afamado Cambalache de 1934.
A la par del merengue, el poder tiene completa claridad sobre sus intereses. El poder, está a la vista: el capital, las grandes empresas trasnacionales –las medianas también–, los banqueros, y su ejército de voces. En los medios escritos y electrónicos, en las iglesias, en la educación, que producen el ruido ensordecedor: es mejor que nadie entienda nada. Murieron los referentes ideológicos del siglo XX, se impuso el capitalismo neoliberal y hubo paso libre a la privatización, la confusión, la mentira, el fraude y la corrupción.
Venezuela, Bolivia o Cuba, son lo mismo, populismo y nada más, y también Perón y Getulio Vargas, escribe Sergio Ramírez en estas páginas. La pobreza histórica de masas, y los hechos de siglos que la configuraron, o los horrores cometidos por el imperialismo estadounidense y su peso decisivo en lo que ocurre en esos países, y en el resto de América Latina, no son visibles para Ramírez. “La única salida para la izquierda es hacerse parte del sistema democrático sin apellidos”, escribió: el mismo “as bajo la manga” de Enrique Krauze Kleinbort de 1984, cuando se erigió en uno de los principales ideólogos de la derecha neoliberal de México. “El repertorio humano tiene sólo una invención probada: la democracia”, dijo el ingeniero historiador. ¿Alguna referencia al sistema socioeconómico sobre el que opera la única invención? No, sin adjetivos ni apellidos. Después Krauze preferiría la idea de una democracia liberal. Con ese apellido.
El siglo pasado Norberto Bobbio definió la concepción procedimental de la democracia. Así perdió los apellidos. Fue reducida a un conjunto de reglas para establecer quién tiene, y mediante qué procedimientos, la autoridad para tomar decisiones que afectan al conjunto social. Deciden los ciudadanos, cada ciudadano un voto. Todos los ciudadanos son iguales ante la ley. ¿Y el sistema socioeconómico que está bajo “los ciudadanos” que produce personas concretas absolutamente desiguales? Una pregunta fuera de lugar para los de arriba. Aunque son éstos los que cuentan con los medios económicos y mediáticos para manipular “las reglas” y sacar de ellas “una autoridad” al servicio de los de arriba.
El momento mexicano de 2018 fue un rayo caído de un cielo azul, tal vez.
En el pasado ya remoto, el liberalismo y la democracia eran incompatibles. Se inspiraban en ideales distintos: el primero en la libertad (definida por intereses económicos) y la segunda, en la igualdad. Como siempre: los de arriba y los de abajo.
Sobre el efecto suscitado con la democracia, Cristiano Procentese escribe: “No es irrelevante, con respecto al proceso de legitimación, que el vínculo sea profundamente integrador o meramente asociativo. Es muy diferente si las personas tienen un sentimiento de pertenencia a una comunidad (‘Gemeinschaft’) o si ven su vínculo con los demás más como un lazo contractual, algo más externo y menos envolvente (‘Gesellschaft’). En las sociedades que sustentan las democracias modernas, las personas tienden a ser cada vez más una Gesellschaft y menos una Gemeinschaft”. El individualismo, cada vez más profundo (y más desolador) rige de modo predominante en el planeta.
Son conocidas las advertencias de Tocqueville, en su estudio “La democracia en América”, sobre los riesgos de los principios liberales como fundamento de la democracia en Estados Unidos. Percibió que un exceso de individualismo no podía conducir a la libertad personal, “sino a un aislamiento desesperado, al conformismo y a la uniformidad de las personas”, según sus propias palabras.
La libertad individual de los modernos es la libertad económica irrestricta. Es dejar que el mercado se imponga como una norma social con total autonomía, es imponer una ley que garantice el enriquecimiento cada vez mayor de unos cuantos individuos, sin intervención pública.
Esa norma conduce sin remedio a la desigualdad social aguda, al capitalismo rapaz que produce toda clase de crisis, económicas en primer lugar, pero también ambientales y sanitarias, como está a la vista en el planeta. Desatadas las crisis, ¿qué demandan entonces las fuerzas “liberales” e individualistas? Que el gobierno componga los estropicios resultado de fuerzas ciegas desatadas por el libre mercado. El gobierno invocado, en tanto, fue constituido por unas reglas procedimentales “democráticas”, manipuladas por el poder del capital y en favor del libre mercado. Absurda contradicción. Una ruptura social es entonces indispensable.
Un pueblo advertido no tolerará nunca, si está en sus manos, una democracia sin apellidos. Sino una con los adjetivos de la justicia social; una de la que derive una autoridad –la rama representativa de la democracia–, que vele por una sociedad de derechos y por los bienes comunes.
El enredo democrático
Escrito en OPINIÓN el