En lo más profundo de las montañas de Nuevo León, donde el aire es más frío y la niebla se posa sobre los árboles como un velo, habita un espectro felino que rara vez se deja ver: el puma concolor.
Lo llaman también león de montaña, y aunque comparte nombre con su par africano, es una criatura totalmente distinta, adaptada a los rincones más agrestes del continente americano.
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Su pelaje puede ser dorado, rojizo o grisáceo, una ventaja evolutiva que le permite confundirse con la hojarasca o las piedras. Con una longitud de hasta 2.3 metros y un peso cercano a los 66 kilos en machos adultos, este depredador solitario prefiere vivir en la sombra, salir de madrugada o al anochecer, y moverse con una precisión casi fantasmal.
Los reportes de su presencia en el estado provienen sobre todo del sur, en municipios como Galeana, Zaragoza o Aramberri, así como en las laderas del Parque Nacional Cumbres de Monterrey. Aunque los encuentros son escasos, algunos campesinos y guardabosques aseguran haber sentido su mirada entre los matorrales, o encontrado sus huellas frescas cerca de arroyos.
Pero no todo es misticismo
El avance humano, la deforestación y la caza furtiva amenazan su hábitat. Aunque el puma no está oficialmente en peligro de extinción en México, su territorio se reduce cada año, obligándolo a desplazarse más cerca de zonas habitadas y aumentando el riesgo de conflicto.
Conservar al puma es conservar también al ecosistema que lo sostiene. Su rol como depredador tope regula las poblaciones de otras especies, mantiene la salud del bosque y recuerda al ser humano que no todo en la montaña nos pertenece.
Algunos lo temen, otros lo admiran, pero todos deberían respetar su existencia silenciosa.